El presente ensayo fue publicado, en una primera versión en 1992, con motivo del Coloquio de Estudios sobre Puebla celebrado en la Universidad de las Américas.
Al paso de los años el Popocatépetl continúa en actividad; nuevos estudios se han realizado, sin embargo, el riesgo para muchas comunidades y la propia ciudad de Puebla sigue vigente. Probablemente los lectores del ensayo se asombren tanto como yo me he asombrado, por la historia humana y geológica que caracteriza al volcán Popocatépetl.
Aquel viejo ensayo de 1992, ha sido la base de ésta pequeña publicación digital a la que se ha adicionado algunos resultados importantes entre los que sobresalen las excavaciones arqueológicas en el llano de Tetimpa, realizadas por Patricia Plunket y Gabriela Uruñuela, arqueólogas de la Universidad de las Américas e investigaciones de científicos de la Universidad Nacional de México y otras instituciones.
No obstante quisiera dejar claro mi deuda impagable con la Agrupación Universitaria de Montaña, especialmente con el doctor Sergio Ortega y la doctora Rosalba Ramos con quienes tuve el privilegio de aprender y participar en diversas expediciones a volcanes mexicanos. Con ellos, durante una fantástica concatenación de hechos, fuimos invitados a participar en el ritual en el ombligo del Popocatépetl y, posteriormente al Iztaccíhuatl, durante el ya lejano 1989.
Con base en ésta experiencia, Julio Glockner de la Universidad Autónoma de Puebla, desarrolló un magnífico trabajo de investigación sobre los rituales a los volcanes y nos descubrió otras visiones rituales con diferentes “tiemperos”. Ha sido una de las investigaciones más detalladas y luminosas realizadas en torno a estos rituales en los volcanes.
Muchos fotógrafos han registrado manifestaciones del Popocatépetl en todas las circunstancias imaginables, destaca la labor incansable de mi amigo Ismael Morales Gallardo quien no ha cesado de fotografiar al volcán y ha formado el archivo más completo de fenómenos volcánicos observados desde 1994, año en que comenzó una nueva etapa de actividad. Dejo aquí constancia de mi reconocimiento y la amistad de Israel Mastranzo Rodríguez, Marco Gutiérrez Romero, Alejandra Vera Flores. La amistad de Dib Enrique Gali Lozano importante para difundir muchos trabajos de autores independientes. A www.tlciudadana.com.mx foro público en radiointernet para que la comunidad exponga sus inquietudes políticas y ciudadanas. También es importante la participación del capitán Salvador Flores, experto piloto de los helicópteros del Gobierno de Puebla, con quien he tenido la oportunidad de volar en diferentes ocasiones muy cerca del cráter y obtener una imagen muy clara de la actividad volcánica, en ocasiones bajo condiciones realmente peligrosas.
Alejandro Rivera Domínguez
Verano 2012.
LA DOBLE HISTORIA: EL HOMBRE Y EL VOLCÁN
En toda cultura se han construido complejos sistemas rituales y sistemas de creencias con base en fuerzas ajenas al dominio humano. La bóveda del cielo, el mar, las nubes, el rayo o la lluvia han tenido la representación divina o morada de los dioses o personificación de ellos, todas estas fuerzas míticas, sin embargo, han tenido un conjunto de cualidades que gobiernan el destino humano, desde nacimiento, la vida, el alimento o el camino de la muerte.
Particularmente, destaca la visión cósmica de los pobladores mesoamericanos. De acuerdo a ancestrales creencias los dioses encontraba residencia en las cavernas, montañas, barrancas, árboles, manantiales. Allí residían fuerzas anímicas, vitales. Las cavernas, los ríos, lagos o montes, no eran simples elementos del paisaje, estaban dotados de vida y constituían una representación de la vida misma, y eran la base mítica del complejo cultural creado por el hombre; una conexión entre la obscuridad infinita del cosmos y el atisbo humano hacia el inframundo.
Los volcanes y cadenas montañosas del Altiplano. Imagen del satélite chino Feng Yun 1-D. canal infrarrojo. Al centro de la imagen los volcanes Malinche, Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Estación Kosmos Puebla. ARD.
En Mesoamérica, las montañas, los cerros, los volcanes han sido hasta hoy, sitios donde han residido los dioses vinculados con los elementos de la tierra, la fertilidad o el lugar donde nace el agua o la lluvia. Los volcanes del Altiplano eran deidades que tenían influencia en los fenómenos atmosféricos, cruciales para la agricultura que era la fuente de sustento de las comunidades. Una de los más antiguos dioses de los pueblos del Altiplano y alrededor de la Cuenca de México, venerado a lo largo de los siglos, fue Xiuehtecutli Huehueteotl el viejo dios del fuego, representado en numerosas vasijas, incenciarios y esculturas en donde hay claras referencias a erupciones del Popocatépetl y Citlaltépetl. Durante tiempos prehispánicos, las montañas, particularmente los volcanes del Altiplano, fueron considerados a manera de grandes vasijas que contenían agua, alimentaban los manantiales y las aguas subterráneas. Los volcanes llenaban el espacio entre la bóveda celeste y la tierra. En los volcanes reinaba la lluvia y el dios Tlaloc y de ahí surgían los ríos, los lagos, manantiales y el mar. En las faldas e incluso las cimas, de montañas y volcanes se erigieron centros ceremoniales donde se realizaban las peticiones de buena lluvia, alejar el granizo y obtener abundante cosecha.
Ritual celebrado a 3950 m de altitud,
en un paraje denominado “el ombligo” al NE del cono. Foto ARD
Una gran parte de Mesoamérica está contenida entre montañas, las cadenas orogénicas del oeste y del este, el nudo del sur, los volcanes centrales que por sus dimensiones se convirtieron en formidables hierofanías, lugares sagrados donde se celebraba -y celebra- el culto a diferentes dioses, ocultos entre los sincretismos del cristianismo y las reminiscencias prehispánicas. Diversas comunidades celebran cada año un ritual que extiende sus raíces a las antiguas ceremonias de culto en las cimas de muchas montañas y volcanes en Mesoamérica. El ritual descansa en un claro carácter agrícola y es, fundamentalmente, una petición de lluvia para la buena cosecha, también para alejar el granizo y atraer la buenaventura para las comunidades. En el Popocatépetl se celebra el ritual el tres de mayo que coincide con las primeras lluvias anuales, el Tiempero, una especie de sacerdote, actúa como traductor elegido por el volcán y la comunidad. El Tiempero recoge las peticiones de la comunidad para intercambiar con la humanización del volcán, el cual es personificado como una entidad viva y a su vez, el Popocatépetl pide ofrenda con artículos específicos que pueden ser vestimentas, comida o incluso instrumentos musicales. El tiempero las trasmite a la comunidad, a su vez hace la rogativa para que el volcán traiga buenas lluvias para el ciclo agrícola. Naturalmente el ritual es mucho más complejo, aquí se dan sólo unos breves apuntes. Es un ritual que ha sobrevivido la represión religiosa, la invasión de medios de comunicación, los cambios culturales, sin embargo, se celebran con todo rigor en el Popocatépetl en coincidencia con el 3 de mayo, día de la santa cruz y alrededor del 30 de agosto en el Iztaccíhuatl (Mujer Blanca), enorme volcán contiguo al Popocatépetl.
La celebración a las montañas arraigó de manera profunda, impulsó la construcción de grandes complejos ceremoniales con centro mítico en las pirámides que festonean el paisaje mexicano y quizá con el fin de imitar las montañas, un hogar hecho por el hombre para residencia de los dioses. Pirámides donde las dimensiones humanas alcanzaran las cimas sagradas a través del trabajo social enorme para la construcción de los centros religiosos: Una construcción mágico religiosa que conectaba las fuerzas de la naturaleza, los dioses mismos, con la vida cotidiana.
Las grandes ciudades actuales, los alcances tecnológicos, los cambios culturales son enormes bancos neblinosos que impiden o hacen muy difícil asomarse al asombroso pasado de los primeros paleoindios que al llegar migrantes del norte, se encontraron con las cadenas montañosas que a su vez, daban agua, proporcionaban caza, recursos alimenticios y sitios seguros de refugio. De los antiguos cultos se tienen evidencias encontradas en cavernas y montañas.
Ya una de las culturas fundacionales de Mesoamérica, los Olmecas, hacia 1100 aC mostraron claras evidencias de culto a las montañas. Hay sitios cercanos a la desembocadura del río Papaloapan desde donde se distinguen, distantes, algunos cerros en los cuales hay claras muestras que ahí se celebraron rituales vinculados con las montañas. En la región de los Tuxtlas (conejos) se descubrió en 1897 una gran cabeza de 1.2 toneladas que fue transportada hasta el volcán de San Martín. La cabeza, obra maestra del arte escultórico olmeca, fue reverenciada hasta el traslado a su destino actual en el Museo de Antropología en Xalapa.
Otras formidables evidencias se han encontrado en La Venta, situada al sur en zonas bajas donde se hay algunas isletas. En aquellos sitios floreció una población Olmeca entre 900 y 500 aC. que bajo el influjo religioso, erigió una gran estructura de tierra de dimensiones considerables: Un diámetro de 120 m y una altura de 30 m. La estructura constituye uno de los antecedentes más antiguos de las pirámides mesoamericanas, de hecho es uno de los elementos culturales primarios de relación con las montañas.
En la Meseta Central de México, en el actual estado de Morelos, sobresale un sitio arqueológico de origen Olmeca que se encuentra en Chalcatzingo situado entre dos restos volcánicos de granodiorita que sobresalen notablemente de la planicie. Una de las prominencias recibe el nombre de Chalcatzingo y el otro cerro Delgado. La separación entre ellos forma una gran hendidura a manera de la letra V, forma que tenía un particular sentido religioso y cultural entre los Olmecas ya que significaba el tránsito entre el inframundo y el mundo de los vivos.
Antiguos rituales agrícolas se desarrollaron al norte de la región, en el río Amatzinac y al oeste el río Xochitepec asociados con sistemas de riego y agricultura en terrazas donde se obtenían maíz, chía, frijol, amaranto y algodón fueron la base de la exitosa economía Olmeca y una desarrollada ritualidad, testimoniada a través de bajo relieves tallados en piedra volcánica, que representan diversas deidades. Una de ellas conocida coloquialmente con el nombre de El Rey, representa la cara estilizada de una serpiente con la boca abierta con volutas, en la parte superior se aprecia claramente la figura de nubes, de las cuales se desprenden gotas de lluvia. La apertura de la boca sugiere la entrada a una caverna en la montaña. Algunas deidades tuvieron una gran cercanía con el simbolismo de la serpiente y la boca como entrada al inframundo como Tepéyotl (corazón de la montaña) y fundamentalmente Tlaloc, uno de los dioses tutelares mesoamericanos.
Con la certeza nebulosa de las crónicas, se sabe que el nombre del Popocatépetl lo invocaron los grupos nahuas que iniciaban la aventura de asentarse en los valles que rodean las impresionantes estructuras de la cadena volcánica de la Sierra Nevada, donde aun persisten los ecos de otros tiempos, de otras voces.
Hacia 1345 los cronistas nahuas dejaron, en el humo de las palabras, la impresión confusa de haber sido testigos de una de las más intensas erupciones presenciadas por los antiguos habitantes de Mesoamérica. De 1345 a 1347 (años 11 caña y 9 casa, en el calendario nahua), los poblados cercanos al volcán lo conocían desde los antecesores toltecas, con el nombre de Xalliquehuac, nombre que admite la traducción de “arena que vuela”, sin embargo, el silencio guardado en las alturas cambió al rugir del volcán que comenzó una etapa eruptiva, cuya huella no sólo ha permanecido guardada en la roca: los habitantes de los alrededores, aterrados por lo que veían, cambiaron el nombre al volcán, por una acepción que admite recrear la imaginación de los hombres de hoy. Así, el antiguo Xalliquehuac se tornó a Popocatépetl, “cerro que humea”. Empero, las crónicas sobrevivientes filtran otra connotación más cercana a la terrible experiencia de ver al volcán sagrado quemar los bosques y las cosechas y, quizá con enormes deshielos, que arrasaron algunos poblados; Popocatépetl fue entonces, para esos viajeros de la historia, “montaña furiosa”.
Sin duda, los cronistas españoles e indígenas narraron el simbolismo de las montañas de Mesoamérica, pero fue Francisco de San Antón Chimalpahin Cuauhtlehuantzin quien dejó escritas en “Las relaciones originales de Chalco Amaquemecan” las ideas que actualmente nos permiten asomarnos a una de las erupciones del Popocatépetl más significativas de los tiempos históricos.
En la misma obra de San Antón, escrita en 1607 en su natal Amecameca, a las faldas del volcán, el autor recogió de los ancianos la casi perdida tradición oral de los antiguos pueblos del Altiplano. La obra ha sido inagotable fuente de información etnohistorica, también se lee que, contrariamente a lo que suele afirmar la historia “oficial”, no fueron los españoles los primeros en alcanzar la cumbre del volcán. En efecto, la tradicional aseveración de que fue Diego de Ordaz quien ascendió primero durante 1519, poco antes de la conquista de Tenochtitlan, debe ser reconsiderada. Si bien Cortés y sus aventureros fueron testigos de una erupción durante ese año, por curiosidad envió a Ordaz para que examinase de dónde salía “aquel humo y estruendo”.Lo cierto es que Diego de Ordaz. con todo y cabalgadura, acompañado de unos cuantos españoles e indios subió no más allá del nacimiento de nieve, es posible suponer que la lluvia de ceniza, el estruendo y sobre todo la altura, le hicieron del todo imposible ascender. Regresó, sí, con carámbanos para asombro y deleite de los conquistadores y poniendo en entredicho a sus pilotos, quienes aseguraban que en las latitudes por donde pasaban los españoles no podía existir semejante fenómeno.
Según Francisco de San Antón Chimalpahin, el primero en escalar el volcán fue un sacerdote indígena, único sobreviviente de cuatro que subieron al volcán en 1289 (año 3 caña), durante una grave sequía con el fin de propiciar las lluvias en los valles:”...fue cuando vinieron a salir de Huexotzingo y luego de Calpan... en la orilla de los bosques se detuvieron y este Chalchihuitzin fue el que trepó arriba del Popocatépetl (Xalliquehuac) y allí se flageló. El fue el único-añade-que pudo llegar de aquí, de Tecuanipan Amecamecan”.
Durante las postrimerías del siglo pasado, el arqueólogo y fotógrafo francés Desirée Charnay, siguiendo datos aislados buscó (y finalmente realizó) uno de los hallazgos más asombrosos de la arqueología de México, aunque no se le haya dado un lugar de alto mérito por sus descubrimientos, ignorados por la mayoría de los historiadores y los propios arqueólogos de hoy. Charnay localizó cinco oratorios y sitios de ofrendas en el Popocatepetl y siete en el volcán vecino, el Iztaccíhuatl. En el primero, el descubrimiento fue sobre la costilla occidental del Nexpayantla (donde nacen las nubes). Parcialmente fechados, a los hallazgos de Charnay se les ha ubicado en los años 950-1000 d.C., por el tipo de cerámica dominante y la simbología de las vasijas códice donde abundan las representaciones de Tláloc; sugiere corresponder esencialmente a la cultura Tolteca. En el primer sitio, conocido como Las Lajas y ubicado a 4 mil metros de altura, Charnay encontró enterramientos ceremoniales, y a los 5 mil metros, en el paraje denominado Teopizcalco, -casa del sacerdote- existió un oratorio ocupado temporalmente para orar y colocar ofrendas; las escasas ruinas que permanecen en tan inhóspito lugar, quizá pertenezcan a uno de los oratorios más altos de América.
Ofrenda ritual en el Popocatépetl.
El Tiempero coloca, frutas, comida,
cigarrillos y bebida para el volcán. Foto ARD
Cabe conjeturar que si los audaces sacerdotes que se enfrentaban a las adversas condiciones de frío, rachas de viento y eventuales tormentas lograban cumplir su misión religiosa, en algún momento enfrentaron el reto de continuar a la búsqueda de sitios de oración más altos y ofrendar a la orilla misma del inmenso cráter, tal como se hacia en Perú en el Misti, un volcán sagrado entre los Incas. Aunque ciertamente no existen pruebas fehacientes hasta ahora, no es del todo descabellado pensar que los sacerdotes guardianes de la cosmovisión mesoamericana realizaron ofrendas al borde del cráter, en franco desafío a las paredes de hielo que es necesario vencer para acercarse al cráter, y por otra parte, con constantes emanaciones gaseosas y eventualmente de ceniza.
Estas ceremonias también se realizaban en el Iztaccíhuatl en numerosas oquedades y en sitios propicios incluso para el sacrificio humano. Aún hoy, el sincretismo cultural y el aparente peso del cristianismo está muy lejos de borrar las tradiciones milenarias de Mesoamérica, y las ceremonias ya alejadas de su forma original, conservan su contenido de comunión y coexistencia de los habitantes de los valles con los volcanes. Una cosmogonía que sobrevive en muchos sitios volcánicos de México. El Popocatépetl ha sido objeto de veneración y temor durante milenios. Así las crónicas de la erupción de 1347 hasta 2010, se han registrado hasta 22 erupciones de diferente tipo y magnitud. No extrañe al lector que los pobladores de los alrededores guarden un sentimiento de temor y profundo respeto por la dualidad que representa el Popocatépetl. Por un lado, las amenazantes emanaciones prácticamente diarias de vapor, visibles en los alrededores, y por otro, el volcán constituye el símbolo de “hacer nacer las nubes de lluvia”, tan necesarias para el cultivo y el sustento de millares de habitantes.
En el viaje por el tiempo a través de las crónicas, se realizan múltiples referencias a la actividad del volcán, causa de temor para los nahuas y de sorpresa para los europeos: dos visiones del mundo igualmente intrigadas por las fuerzas que no eran del todo desconocidas. En Europa el Strombolí y el Etna ya habían hecho camino en la historia, en América el Citlaltépetl y el Popocatépetl, en el sur el Chichonal ya había mostrado signos eruptivos importantes, incluso los terremotos eran bien conocidos en Mesoamérica.. El concurso de estas fuerzas en el Globo; si bien empiezan a ser estudiadas y comprendidas, nunca han dejado de ser aterradoras para las sociedades de todos los tiempos.
En 1363 (año 1 caña) se produce una erupción de, con emisión de ceniza, la cual causa profundo temor en la naciente Tenochtitlan. Siglo y medio más tarde, hasta 1510, en la culminación del imperio mexica, Moctezuma II envía una expedición formada por diez de sus mejores guardias para que averiguasen de dónde salía tanto humo del volcán sagrado, expedición de la que retornó sólo uno de los audaces guerreros para informar a Moctezuma “no era boca grande de donde salía el humo, sino de una como reja de grandes hendiduras”.
Se sabe con mayor certeza que la llegada de los españoles, ya rumbo al corazón del imperio mexica, coincidió una erupción, como un presagio funesto de los tiempo marcados por radicales cambios culturales. De estos hechos abundan las crónicas de soldados y sacerdotes; las más sobresalientes en todos los aspectos son las inapreciables Cartas de Relación de Hernán Cortés y la crónica notable Bernal Díaz de Castillo. El propio Cortés, en la Carta segunda enviada a su Sacra Majestad Carlos I de España y V de Alemania, fechada el 16 de julio de 1519, escribe:[...] a ocho leguas desta ciudad de Curultecatl - Cholula- se encuentran dos sierras muy altas y muy maravillosas.. y de la una que es la más alta, sale muchas veces, así de día como de noche, tan gran bulto de humo como una gran casa, sube encima de ella hasta las nubes, tan derecho como una vira; que según parece es tanta la fuerza con que sale, que aunque arriba de la sierra anda siempre muy recio viento, no lo puede torcer [...] quizá, desta que me pareció algo maravillosa, saber el secreto y envié a diez de mis compañeros, tales cuales para semejante negocio eran necesarios, y con algunos naturales de la tierra que los guiasen, y les encomendé mucho que procurasen subir la dicha sierra y saber el secreto de aquel humo, de dónde y cómo salía. Los cuales fueron y trabajaron en lo que fue posible por la subida [...] pero llegaron muy cerca de lo alto que estando arriba comenzó a salir aquel humo y dicen que salía con tal ímpetu y ruido que parecía que toda la sierra se venía abajo y así se bajaron y trujeron mucha nieve y carámbanos, para que los viésemos, porque nos parecía cosa muy nueva en estas partes, a causa de estar en parte tan cálida, según hasta ágora ha sido opinión de los pilotos [...]
El primer ascenso español del que no cabe duda, data de 1522 y tuvo la finalidad militar de obtener azufre para fabricar pólvora; el azufre es un elemento indispensable para la fabricación de explosivo. La notable intuición de Cortés y el hecho de haber sido testigo de la erupción de 1519 con emanaciones de ácido sulfhídrico, le dieron la clave para deducir que en el volcán había depósitos de azufre, tan necesario para sus fines. Si bien los habitantes del Valle de México de antaño extraían azufre de otras regiones, Cortés decidió que el volcán era el sitio adecuado para extraer el elemento no sólo por las puras razones de la fabricación de pólvora, sino también para demostrar que “los conquistadores” violaban los secretos del volcán sagrado y así ganar una posición estratégica y psicológica respecto a los habitantes nativos que veían derrumbarse su cosmovisión y forma de vida con desconcertante celeridad.
Quizá con esta idea, Cortés eligió a un espabilado soldado de apellido Montaño y a su artillero Meza para que trajesen el necesario elemento. La riesgosa empresa tuvo, no obstante, éxito, e involuntariamente pasó a convertirse en una hazaña militar y de exploración audaz, pocas veces igualada. Este es uno de los capítulos de la conquista poco conocidos por los historiadores convencionales, los cuales suelen remitir al olvido elementos notables de estrategia e intuición por parte de Cortés.
Montaño y Meza eligieron a otros tres soldados y se dirigieron al Popocatépetl, acompañados de la hostilidad y asombro de los nativos que veían caer uno de sus más sagrados símbolos, desfigurado por la presencia del “blanco conquistador”. Montaño y sus compañeros no sólo lograron ascender a la cima; también penetraron al cráter y cumplieron con el doble cometido: el azufre y la desmoralización de los nativos. La narración de Montaño hecha a Cortés esta salpicada de dramáticos momentos vividos durante la empresa:
[...] llegada la noche apenas habíamos subido la cuarta parte y en aquella altura era tan grande el frío que no se podía sufrir... acordamos de abrir la arena y hacer un hoyo donde todos cupiesen, pero luego subió tal calor y hedor... a las diez del día llegamos a lo alto del volcán y descubrimos que el suelo estaba ardiendo a manera de fuego natural, cosa muy espantosa de ver.
Tocó en suerte a Montaño ser el primero en descender al cráter, si bien no hasta la base, atado por debajo de los hombros por las guirnaldas (cuerdas) que llevaban; logró logro sacar ocho arrobas de azufre de entre las paredes. Los otros compañeros descendieron a su vez, excepto uno que había quedado exhausto en las laderas y posteriormente, al retornar con 27 arrobas producto del trabajo conjunto, fue hallado milagrosamente con vida y regresó a salvo.
Con posterioridad a esta notable hazaña, el turno fue de los frailes. Con el impulso evangelizador, trataron de descubrir los lugares de “culto pagano”, e incluyeron cavernas y los propios volcanes. Esta casi fanática búsqueda de lugares “demoniacos” para lograr la completa “conversión“ sin embargo, tuvo poco éxito, pese a ello, el primer gran etnohistoriador de América, fray Bernardino de Sahagún, asegura en breves líneas, haber subido al Popocatépetl, probablemente en el al mediar el siglo XVI.
Casi simultáneamente al ascenso de Montaño en 1522, el Popocatépetl reinicia intensa actividad con nubes de ceniza que cubrieron extensas zonas y afectaron regiones donde se asientan villas y pueblos de origen prehispánico, incluso Atlixco y el valle de Cuetlaxcoapan, futura región donde se fundaría la ciudad de Puebla (1531).
Nueva actividad en el volcán se manifiesta en 1548, con emanaciones de ceniza que llegaron a la entonces naciente ciudad de México y a Puebla, apenas un caserío bien distribuido habitado por sorprendidos indios y españoles.
En 1571, sismos y enormes nubes de ceniza alarmaron a las ciudades de Puebla y México, al igual que a las villas que rodeaban ambas metrópolis.
En el siguiente siglo las calamidades de las grandes epidemias e inundaciones en la ciudad de México y los pueblos aledaños, crearon un entorno desconocido para los nativos, por la repentina desaparición de los habitantes, víctimas de enfermedades desconocidas en América.
Villas completas quedaron totalmente despobladas, y exigieron de los europeos una respuesta que explicara las frecuentes epidemias, evidentemente esparcidas por ellos y favorecidas por las nuevas condiciones sociales, generadas por un entorno de cambios extremos. En 1667 el Popocatépetl causa alarma en toda la región por las grandes nubes de ceniza. Poco después, el Citlaltépetl acompañará, en un escenario sorprendente, al volcán de Anáhuac durante 1687. El Popocatépetl no dejará de manifestar actividad en variadas formas. Para 1720, aún se observaban signos de ello, a través de fumarolas y caída de ceniza.
Al pasar los años, no se observó más actividad en el volcán, y sólo los asombrados viajeros dejaron escrito en sus crónicas y diarios, la majestuosa presencia de los volcanes mexicanos al cruzar por el paso entre la Cuenca de México y el valle de Puebla.
El siglo de las luces había pasado casi inadvertido en tierras americanas producto de la ceguera y el temor hispano a las fecundas ideas que se gestaban en Europa; se había cerrado todo intercambio posible y sólo de contrabando y en escasas ocasiones libros e ideas llegaban a la Nueva España. Sin embargo el impacto del nacimiento de las ideas científicas y el racionalismo habían invadido Europa. Así llega a México uno de los más ilustres representantes de las nuevas ideas basadas en el afán de medir, observar, anotar y conocer las maravillas que por siglos habían sido celosamente guardadas por los reyes españoles y consecuentemente por los virreyes de las colonias. Salvo esporádicas visitas de astrónomos franceses como Chappé de Auteroche -muerto en Baja California- y naturalistas españoles representados por la ilustre figura del médico Francisco Hernández y el mexicano –luz de la inteligencia novohispana- Carlos de Sigüenza y Góngora, al igual que sor Juana Inés de la Cruz en las letras del siglo XVII, poco se había hecho en los enormes territorios americanos, época gris donde la grandeza de los pueblos Mesoamericanos se había replegado como una sombra, y la cultura europea traída a América, se encontraba atada a la huella medieval, sello de las primeras instituciones hispanas en el continente.
Sólo la justa fama del naturalista alemán Alexander von Humboldt, logró romper la barrera ideológica que imponía la corona española a los visitantes extranjeros; más aun si trataban de intercambiar ideas o llevarse los celosamente guardados secretos de la increíble riqueza del continente.
El notable Alexander von Humboldt y su compañero y dibujante Aimée Bonpland, con permiso real, arribaron a América y durante cinco años realizaron innumerables anotaciones, dibujos, mapas, medidas y estimularon de manera impresionante las ideas que nebulosamente esbozaban la futura independencia de los pueblos americanos.
Al final del viaje Humboldt y Bonpland por América, midieron el Popocatépetl desde la planicie de Tetimpa cerca del pueblo de San Nicolás de los Ranchos y les tocó en suerte presenciar la erupción en 1804, una erupción probablemente menor, acompañada de fumarolas y un poco de ceniza volcánica. Para realizar las mediciones trigonométricas correctas, probablemente ascendieron Humboldt y Bonpland por el sur del Popocatépetl hasta las inmediaciones del Pico del Faile, denominado por la silueta, que a la distancia, semeja un fraile en actitud de orar. Humboldt anotó: “Desde San Nicolás he calculado la longitud del malpaís (se refiere la depósito lávico que forma una meseta de unos 50 m de grosor) desde cerca de la roca del Fraile y del límite de las nieves perpetuas”. El mismo Humboldt añade: “Yo mismo he sido testigo ocular de una erupción de cenizas perfectamente manifiesta, al pie del Popocatépetl, el señor Bonpland y yo vimos salir una gran masa de cenizas y unos vapores muy densos de la boca. El 24 de enero de 1804, cuando ocurrió, nos hallábamos en el llano de Tetimpa, cerca de San Nicolás de los Ranchos”
En 1827, se produjo otra erupción del volcán que generó una serie de pequeños sismos, emanaciones de ceniza y quizá alguna onda de choque expansiva que causó destrozos en las Ciudades de Puebla, Atlixco y caída de ceniza volcánica en la ciudad de México.
Larga sería la enumeración detallada de las erupciones del Popocatépetl que, empero, quedaron registradas en periódicos, crónicas y relatos de viajeros. Baste mencionar la actividad de 1852, la de 1919 a 1927, la de 1942 y 1947 con algunas fumarolas visibles desde la ciudad de Puebla; y la reciente actividad de diciembre de 1994 en la cual se produjo un rompimiento de la base del cráter y una considerable emisión de ceniza, producto de la energía liberada en forma de gas y vapor. La actividad manifestada por fumarolas y fases explosivas que lanzan grandes cantidades de ceniza a la atmósfera. Esta actividad ha exigido la puesta en marcha de programas de educación continúa ya que el Popocatépetl ha mostrado fases en el pasado de gran explosividad que podrían poner en riesgo a grandes núcleos de población.